-Dichosos lunares cambiantes-murmuró Anabeth cuando salían
del médico.
Esa era la decimocuarta vez que preguntaban a un médico,
traumatólogo, dermatólogo… cualquier tipo de médico, daba igual lo expertos o
experimentados en la materia que fuera, ninguno sabía decirle que le pasaba,
por qué los lunares de su espalda se
movían.
Anabeth tenía solo tres años cuando los lunares aparecieron:
al principio solo eran unos inofensivos lunares que aparecían conforme iba
creciendo, hasta que empezaron a moverse y desplazarse recorriendo la espalda
de la niña asustada que había sido entonces. Con el paso del tiempo solo fueron
a peor, se empezaron a mover con más frecuencia y cuando consideraban la opción
de deshacerse de ellos, aparecían más. Una vez, Anabeth se armó de valor e
intentó quitárselos con cirugía, fue un error, cuando creyeron que todo iba
bien y que el problema había terminado las máquinas de la sala estallaron y el
médico fue arroyado por una gran cantidad de agua que salió al estallar el grifo
de la sala.
Ahora, Anabeth tenía diecisiete años y estaba a punto de entrar en la
universidad. Sus padres temían por su salud y lo que pudieran hacer los lunares
móviles cuando cumpliese la mayoría de edad. Les preocupaba que pasase algo en
la universidad o que alguien los viese y la delataran.
Anabeth apoyó la cabeza en el reposacabezas de la silla
del Toyota gris de su padre.
Llevaba el pelo recogido en una coleta
alta que se había ido bajando conforme había pasado el día. El reciente segundo
pendiente que se había hecho en la oreja derecha se podía apreciar, las luces
de la calle se reflejaban en sus ojos castaños perdidos en sus pensamientos.
-Se acabó- dijo firmemente su madre rompiendo el incómodo
silencio- No investigaremos más. Dejaremos que los lunares se queden en su sitio
tranquilos ya que no parecen afectar a tu salud o, al menos, no lo parece.
Dijo lo último en voz baja, murmurando para si.
-Si los lunares dan problemas ya nos avisarás y entonces
podremos hacer algo, pero hasta entonces, basta con que te pongas una camiseta
que no exponga demasiado tu espalda-intentó animarla su padre.
A Anabeth las voces le llegaron apagadas, como si estuviesen
a través de una cortina de agua, estaba muy cansada. Cerró los ojos y no los
volvió a abrir hasta que llegaron a la casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario